miércoles, 14 de mayo de 2008

Devaluación vs Enfriamiento


Las consecuencias de una nueva devaluación


Por Paula Bach


Desde el mes de marzo, la patronal industrial concentrada de la UIA venía reclamando al gobierno una nueva devaluación del peso. Esta demanda se puso claramente en escena ante la reciente crisis de gabinete que culminó con la salida del ministro de Economía Martín Lousteau. En el número 1 de EconoCrítica explicamos que la devaluación operada en el año 2002, había permitido tanto a los exportadores como a los industriales que venden en el mercado interno, obtener un fuerte aumento de las ganancias.

La clave del mecanismo para los exportadores consiste en que obtienen dólares por sus ventas y pagan costos (tanto salarios como insumos, tarifas, etc.) devaluados, porque están en pesos.

A su vez, quienes producen para el mercado interno, se ven beneficiados porque el dólar alto los protege de la entrada de productos importados. Sin embargo, la inflación, en la medida en que aumenta los costos pagados en pesos, actúa licuando estas ventajas. Una nueva devaluación del peso, que por ejemplo estableciera una relación de $4 por dólar, les permitiría a los exportadores recuperar competitividad en el intercambio internacional de sus productos, y en la medida en que encarecería en términos de pesos las mercancías importadas, reforzaría las barreras a la entrada de los productos que vienen del exterior.

Devaluación e inflación

Sin embargo, este mecanismo contiene una contradicción que mina sus propias ventajas. Toda devaluación produce una disparada inmediata de los precios, es decir, es inflacionaria. En primer lugar porque se incrementan los precios de los bienes finales importados. Todos los bienes que no se producen en el país son adquiridos a precios internacionales los cuales se vuelven más caros en términos de pesos si la moneda nacional se devalúa. En segundo lugar, sucede lo mismo con los precios de los bienes intermedios importados, es decir de los insumos necesarios para la producción local de bienes finales. Los precios dolarizados de los insumos provocan un aumento de costos que los empresarios buscan recuperar incrementando el precio final de los bienes que producen. En tercer lugar, aumentan los precios de los bienes que se producen internamente pero que también se exportan (bienes transables). Esto resulta claro hoy con los productos de origen agropecuario. Ningún industrial o empresario querrá vender sus productos a precios tres, cuatro o más veces menores de lo que pueden venderlos internacionalmente. La consecuencia es que retacean la venta interna por lo que la demanda termina excediendo la oferta y el precio de los bienes que se exportan, aumenta en el mercado interno. Este fenómeno adquiere más fuerza cuando en el mercado, unos pocos grupos empresarios concentran el total de la oferta es decir, en mercados oligopólicos como sucede en la Argentina y como es la norma en el sistema capitalista actual.

No obstante, la ventaja de la devaluación para los capitalistas reside en que la inflación, en términos generales, no se produce en la misma proporción que la depreciación del peso. El nivel de inflación que se desata tiene mucho que ver con la situación en la que se encuentra la economía en la que se produce la devaluación. En una economía que está en recesión con alta desocupación, la inflación impulsada por la devaluación va a ser menor que en una economía que se encuentra en crecimiento. A su vez, no será lo mismo si el crecimiento es débil que si el crecimiento se produce a tasas elevadas y con un descenso de la desocupación como es el caso de la Argentina actual.

Por ejemplo en Argentina, la devaluación de 2002 que llevó la relación de $1=1 dólar a aproximadamente $3 por dólar en el promedio anual, es decir, una devaluación del 200%, produjo una inflación del 40% durante ese mismo año. En la diferencia entre la devaluación y la inflación es donde se encuentra una de las ventajas para los empresarios.

Salario: un “precio” sin “poder de oligopolio”

Sin embargo existe una ventaja adicional que es en realidad la clave de este “juego”. Hay un precio fundamental que no tiene “poder de oligopolio” en el mercado. Ese “precio” es el salario de los trabajadores que muy lejos está de elevarse automáticamente según los aumentos de precios. Ese “precio” tan particular siempre pierde una enorme tajada en todos los procesos devaluatorios convirtiéndose en un factor fundamental de la ventaja capitalista de la devaluación y de lo que llaman la “competitividad” internacional. Por ejemplo en el 2002, mientras se desató una inflación del 40%, el salario sólo creció un 8%, con lo cual perdió un 32% de su poder adquisitivo. Esa pérdida del 32% que en gran parte fue posibilitada por la gran desocupación imperante, se convirtió en rentabilidad inmediata para los capitalistas y es un elemento clave del incremento de la “competitividad” internacional ya que permite enfrentar productos fabricados con salarios paupérrimos como los que se pagan en China.

Pero aún peor que en 2002 cuando la economía se encontraba en una profunda recesión, una devaluación hoy, en el contexto de un crecimiento promedio de más del 8%, con una inflación que ronda el 30% anual, las presiones inflacionarias serían mucho mayores. Los salarios desde el punto de vista de su poder de compra, serían condenados a una nueva caída real (además de la ya sufrida en los primeros meses del año que ronda el 10%) para garantizar la recuperación de las ganancias empresariales. No en vano el “control de los salarios” es el broche de oro de todas las “salidas” que se plantean desde los distintos sectores burgueses. Pero la desocupación hoy es mucho menor que en 2002 y no está escrito que los trabajadores vayan a soportar semejante ataque. Una nueva devaluación incentivaría la lucha de clases ya que los trabajadores tienen hoy mucho más poder de acción (a pesar del freno de la burocracia sindical) para defender su salario real.




Las consecuencias de un enfriamiento de la economía


Por Paula Bach

Cuando se escucha hablar de “enfriamiento de la economía” resuena en los oídos la cantinela de las recetas clásicas del Fondo Monetario Internacional. No muy lejos de ello se encuentran las medidas que, con mayor o menor énfasis, vienen sugiriendo frente a la inflación, personajes más o menos tributarios de la ortodoxia neoliberal. Un arco variado que incluye a Martín Redrado (actual Presidente del Banco Central), Alfonso Prat Gay (de la Coalición Cívica de Elisa Carrió), al menemista Melconian, hasta al kirshnerista Curia y al saliente Martín Lousteau, se presenta hoy como impulsor de esas políticas.

Parten de constatar el hecho que existe un crecimiento de la demanda mayor que el crecimiento de la oferta. Por ejemplo el economista Miguel Kiguel señala que “mientras que la demanda aumenta a un nivel de 8%, la oferta crece sólo a un 4%. Eso genera inflación” (minutouno.com). Pero detrás de este hecho presentado como una suerte de “razón divina” o “natural” de la economía, se encuentran dos factores fundamentales. Primero que a los empresarios les interesa mucho más vender en el mercado internacional con lo cual retacean la oferta interna y segundo, aunque fundamental, los escasos niveles de inversión incongruentes con un crecimiento promedio anual de la economía de más del 8%.

La condena por supuesto no está dirigida hacia sus amigos capitalistas sino, como no podía ser de otro modo, hacia los trabajadores y los sectores populares. Es por ello que las soluciones para que “demanda y oferta coincidan” poniendo un “freno a la inflación”, resultan ser las clásicas medidas de ataque directo al consumo, de contención del gasto público, de aumento de las tarifas y de la tasa de interés y “control” de los salarios.

El aumento de la tasa de interés está fundamentalmente dirigida a encarecer los créditos al consumo, incrementando el “ahorro” (léase la afluencia de dinero a los bancos bajo la forma de depósitos). “Control” de los salarios significa “no reabrir las negociaciones salariales ya cerradas este año y cerrar las que restan con una pauta similar” (frase atribuida al documento que Lousteau habría entregado al gobierno antes de su renuncia). El aumento de tarifas tendría un impacto importante sobre el consumo y a su vez permitiría reducir parte del gasto público, destinado hasta el momento a mantenerlas bajas. Contener el gasto público significa retraerlo en jubilaciones, salud y educación además de eliminar los subsidios del gobierno para provocar un sinceramiento de precios. Es decir, persigue que el Estado “ahorre” para destinar más fondos al pago de la deuda externa.

La combinación de estas medidas acabaría probablemente frenando el alza de los precios pero a costa de un crecimiento menor de la economía y un congelamiento de los salarios. El crecimiento menor de la economía se resolvería en cierres de las empresas más vulnerables y mayor concentración de capitales.

Los cierres se resolverían en despidos, con el consecuente aumento de la desocupación, que perseguiría un nuevo disciplinamiento de los trabajadores. Nuevamente no está escrito que los trabajadores vayan a soportar un ataque semejante luego de las experiencias del 2001 y la voluntad de resistencia frente a los despidos demostrada a lo largo de los últimos años. Muy probablemente, este “otro extremo del hilo” también acabe recalentando la lucha de clases.


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