miércoles, 10 de octubre de 2012

Entre la coyuntura y lo "órganico": sacudones que alumbran estrecheces del bonapartismo cristinista


Como plantea Octavio Crivaro, en los últimos tiempos hemos asistido a una montaña rusa de coyunturas políticas. Si consideramos que la asunción de Cristina en su nuevo mandato fue en diciembre pasado, la sucesión de giros transmite la sensación de que ha transcurrido bastante más de diez meses meses desde entonces.
Se han realizado varios buenos aportes desde la Troskósfera para analizar la coyuntura más reciente, y su impacto sobre la situación más de conjunto (aparte del ya mencionado de Latroska, ver por ejemplo este y este). Compartimos con lo que se viene diciendo en ellos que sería errado dejarse llevar por algunos de estos hechos, como los cacerolazos, las acciones de los gendarmes, etc., para concluir que se estaría abriendo una situación reaccionaria. Como afirma Rosso, “lo coyuntural" (manifestaciones de derecha más o menos encubiertas), no cambia "lo orgánico" (la relación de fuerzas)”.
Pero, lo que nos interesa interrogar es ¿qué hilo se mueve entre “lo orgánico” y estos cambios de coyuntura a ritmo acelerado?
Creemos que para encontrar la respuesta hay que mirar al desgaste de varios de los “dispositivos” en los que se apoyó el kirchnerismo para cimentar la “restauración” que permitió restablecer el dominio burgués pos 2001. Esto se logró mediante una  política que buscó recrear ilusiones en los cambios y reformas “por arriba”, que sacaran de la calle a buena parte de los sectores movilizados. Las iniciativas políticas en este sentido incluyeron desde la apropiación bastardeada de los reclamos históricos de las organizaciones de DDHH, hasta una política económica guiada desde el comienzo por la necesidad, impuesta por las relaciones de fuerza pos 2001, de “relajar” las relaciones entre las clases, ubicándose de manera arbitral, aparentando estar por encima de las mismas defendiendo un interés general (y pasando por la recomposición de algunas instituciones como la Corte Suprema, impulsando el retiro de los jueces más comprometidos con el menenismo). Pero esto sólo fue posible en la medida en que existieron condiciones económicas excepcionalmente favorables, logradas sobre la base de un formidable ajuste que se dio con la devaluación de 2002. Esta permitió una mejora en la rentabilidad empresaria, y su correlato fue un mazazo a su poder adquisitivo de los trabajadores, porque el aumento de precios que trajo la devaluación fue soportado sin ninguna recomposición de los salarios, gracias al temor al desempleo y la colaboración de la burocracia sindical que mayormente apoyaba la salida devaluatoria. A este brutal ajuste (que también permitió ajustar los gastos públicos y lograr superávit fiscal sumado a las retenciones), se sumaron el saldo positivo del comercio exterior por el boom en los precios y la demanda de soja, y el hecho de casi no tener que afrontar pagos de deuda pública gracias al default durante los primeros años del gobierno de Néstor (para más detalle, leer acá).   
Los “gestos” reformistas se apoyaron en las efectos duraderos de este ajuste de 2002, que coronó más de una década de ofensivas del capital sobre el trabajo. El kirchnerismo se pudo permitir durante un tiempo crear ilusiones reformistas con bajo costo, ya que las mejoras que pudieran arrancar los trabajadores, sólo lo podían considerarse  una recomposición de los ingresos en comparación a los peores niveles de la crisis. El formidable salto en la participación de la ganancia en el ingreso generado en detrimento de los salarios acompañado de una mejora en la competitividad gracias a la caída de los precios en dólares, dio margen a los empresarios (y al gobierno) para tolerar aumentos de salarios podían ser manejados gracias al colchón de la devaluación. Estos márgenes también pudieron incluso ampliarse durante un tiempo, porque la patronal imponía en las negociaciones (y también en los hechos) fuertes aumentos de la productividad, basados menos en mejoras técnicas que en la aceleración de los ritmos de trabajo. Gracias a esto el costo salarial sigue considerablemente más bajo que en 2001 (lo cual se traduce en la limitada recomposición que logró la masa salarial en el producto nacional durante los últimos años).
Pero esta situación cambió con la aparición de distintos límites estructurales, como es el caso de la oferta energética (problema asociado también a la preservación del régimen de privatización que sostuvo el kirchnerismo, aunque poniendo algunos topes tarifarios; para ver más en detalle leer aquí) así como una inflación que tiene sus raíces en distintos elementos (ver aquí para un análisis de los mismos) y que se estabilizó bastante por arriba del 20% anual. Estos elementos empezaron a amenazar el clima de “distensión” que con tanto esmero el kirchnerismo había logrado crear. A partir de entonces se puede hablar de una “fase dos”, en la cual el kirchnerismo pone en juego crecientes recursos acumulados durante varios años fuertes superávits buscando solventar una porción de la ganancia con recursos fiscales para contrarrestar las consecuencias de la inflación y frenar un poco los aumentos de precios a cambio de recursos fiscales. También utilizará estos recursos para subsidiar parcialmente la demanda energética.
Haciendo de la necesidad virtud, el discurso sobre la “vuelta” del Estado acompañó los sucesivos mecanismos que se fueron implementando ante los problemas del “modelo”. No hace falta interrogarse mucho sobre el carácter de clase de este estatismo, que tuvo entre uno de sus pilares los techos informales a los aumentos de salarios negociados en paritaria, a través de sus aliados en la burocracia sindical, buscando evitar que pasaran el nivel de aumento de precios. Lo cual a partir de 2007 puso freno a las mejoras salariales, como reconocen aún los economistas oficialistas. Nada parecido a una “armonización” de los intereses, una decidida defensa de las condiciones de reproducción del capitalismo argentino, aunque sí una profundización de la ubicación arbitral, apuntando a contener la puja distributiva y evitar realizar cambios pronunciados en el esquema pos devaluación, es decir buscando a toda costa que nada minara los esfuerzos de desvío y contención.
Los sacudones coyunturales tienen como marco la agudización de las contradicciones desarrolladas por “el modelo”. En pos de evitar cualquier cambio pronunciado que pusiera en cuestión el clima de mejoras paulatinas (el festejado “nunca menos” de las elecciones de 2011), el kirchnerismo entró en un círculo vicioso que obligó a poner en juego una masa exponencialmente creciente de recursos. Si los holgados superávits fiscales acumulados desde 2003 podían alimentar la idea de que esta caja podría ser más que suficiente para administrar las contradicciones que iban apareciendo, rápidamente se empezaría a mostrar estrecha en relación a las exigencias que iban apareciendo. El esfuerzo por ampliar las fuentes de recursos empujó desde el enfrentamiento con el campo en 2008 por la resolución 125, hasta la reforma a la Carta Orgánica del Banco Central (BCRA), que amplió significativamente las posibilidades de este para financiar al fisco, pasando por la liquidación de las AFJPs y el uso de reservas del BCRA para pagar deuda pública. A lo cual se sumó el aprovechamiento de la inflación para ir realizando ajustes sectoriales indirectos, mientras la recaudación crecía nominalmente gracias al aumento de precios. Como la abundancia de dólares –sin la cual el BCRA no puede financiar al tesoro- también empezó a agotarse el año pasado, a causa de la fuga de capitales, la remesa de utilidades de las empresas extranjeras, y la fuerte dependencia de insumos importados de la industria argentina y la importación de combustible, aparecieron también el cepo cambiario y las trabas a las importaciones para frenar esta gangrena. Y finalmente, la nacionalización (más bien recompra) de YPF para tratar de buscar alguna otra forma de resolver el entuerto energético que viene demandando más de u$s 10 mil millones al año de importaciones (además de asegurar para el Estado la apropiación de la renta que produzcan los yacimientos de petróleo no convencionales de Vaca Muerta en caso de que lleguen a explotarse).
Algunas de estas medidas fueron contra algunos sectores puntuales de la burguesía, en pos de mantener el esquema de arbitraje que sostiene al régimen de conjunto, y otras -como el cepo- han extendido el descontento también hacia sectores medios.
Contrariando las ilusiones de los estatistas k, las contradicciones que están en la raíz del esquema pos devaluación no se detuvieron con las medidas oficiales, sino que siguieron produciendo una erosión de las condiciones del crecimiento, lo cual a su vez limita los márgenes de maniobra estatales. El “bonapartismo de caja” siempre dependió de que no desaparecieran del todo las condiciones que alimentaban el crecimiento económico, es decir básicamente que permanecieran elevados los índices de rentabilidad que se lograron con la devaluación y que los desembolsos de capital mantuvieran algún ritmo de crecimiento (siempre bajo, como discutimos acá), con ayuda de distintas políticas que buscaron mantener elevado el consumo.  Sin embargo, la inflación creciente fue erosionando estas condiciones. Numerosos indicios sugieren que la rentabilidad se está deteriorando en términos generales (lo cual no quita que haya sectores que aún preservan niveles nada desdeñables de rentabilidad). A esto se suma que algunas medidas recientes, como la limitación al ingreso de importaciones, parecerían haber inducido ciertos niveles de “enfriamiento” de la economía, trabando el acceso de insumos claves para la producción, dificultando por lo tanto el circuito reproductivo y malogrando la ecuación económica en varios sectores.
La base de maniobra del bonapartismo de caja, se ve restringida desde su base. El arbitraje estatal no puede simultáneamente aspirar a actuar como garante de una rentabilidad mínima para algunos sectores del capital, e intentar aparecer como tibiamente reformista en relación a los sectores obreros y populares, cuando las condiciones materiales para el crecimiento económico (lo cual en el capitalismo significan niveles de rentabilidad e inversión por encima de un cierto piso) se están deteriorando.
Los intentos de aggiornar el “modelo” sin realizar cambios de fondo representan en las condiciones actuales una versión “heterodoxa” de ajuste resumida en el concepto de sintonía fina acuñado por la presidenta. Esta incluye menor crecimiento de los salarios negociados en paritarias, mayor control a las importaciones, cepo cambiario, y también una mayor fiscalización al empresario presionando para asegurar las inversiones que han ocurrido pobremente durante los últimos años.
“Ajuste (moderado, pero ajuste al fin) para todos y todas”, podría ser lo que resume las nuevas condiciones, de preservación decadente del “modelo”.
Aún sin un impacto pleno de la crisis mundial (que no puede descartarse ya que parece probable una nueva caída en recesión en Europa que podría transformarse en global) esto conlleva un deterioro económico en relación a la bonanza de los años de “tasas chinas”.
Estas nuevas circunstancias, que ya empiezan a hacerse palpables, explican la aparición de síntomas de descontento también entre los asalariados y sectores populares, ante la comprobación de que buena parte de empiezan a erosionarse buena parte de las las mejoras de estos años, muy condicionadas por la bonanza económica (ya que como señala Paula Varela no hubo nueva creación de “ciudadanía social” ni nada que se le parezca durante los años K), y hoy erosionada por una inflación que va más rápido que el crecimiento nominal de los ingresos.
Sí, el panorama para el año que viene apunta en varios aspectos buenas noticias para la economía argentina. Pero la soja con precio más alto, el mejor crecimiento de Brasil, e incluso el nuevo programa monetario lanzado por los EEUU (que seguramente revaluará un poco a varias monedas frente al dólar, aunque no necesariamente mucho ya que varios países como Brasil han anunciado que tomarán medidas para contrarrestarlo) pueden crear un panorama más holgado, pero nada parecido a una regeneración de las condiciones de prosperidad perdida.
Lo que signa las cambiantes coyunturas que estamos atravesando es la necesidad de administrar las restricciones defendiendo el corazón del “bonapartismo de caja”, aggiornado a estos tiempos de escaseces, que no quitan que el gobierno aún tenga ardides para hacerse de una masa de recursos para administrar libremente, como muestra el proyecto de presupuesto enviado al congreso. En el camino, se crean crisis que no pueden ser administradas con igual flexibilidad que en tiempos de bonanza, como es la de los gendarmes y prefectos, que mostró también un una fuerte contradicción que el régimen no ha logrado encauzar en lo que respecta a las fuerzas represivas. Y también emergen otros varios problemas estructurales que se agregan a una postal de decadencia, como fue el crimen social de once, que puso en primer plano trágicamente las entelequias del “relato”.
Aunque en la coyuntura pos “13-S” que estamos presenciando con más fuerza una agenda opositora “por derecha” al cristinismo (que aunque debilitó al gobierno también le facilitó avanzar en cuentas pendientes como la nueva ley de riesgos del trabajo), la desaparición de un horizonte de mejoras paulatinas, aunque aún no haya sido reemplazado por uno de ataques patronales extendidos, también pone sobre el tapete una agenda de reclamos obreros y populares y de profundizar la experiencia política con el cristinismo. Aunque este desarrollo dependerá de los ritmos de la lucha de clases que puedan conducir a una mayor radicalización, una cuestión fundamental para la izquierda hoy es evitar correr tras los caceroleros de clase media o los “luchadores” policiales, privilegiando la intervención en la lucha de clases y apostando a conquistar cada vez más peso orgánico entre los trabajadores y la juventud.