En las
últimas semanas venimos analizando el giro marcado del gobierno de
Cristinta Fernandez, que viene de imponer el mayor ajuste cambiario
desde 2002. Sólo en enero la depreciación del peso en relación al
dólar fue superior al 20%. En este posteo, largo, nos vamos un poco
de la coyuntura profundizar desde el análisis marxista de los determinantes del
funcionamiento de la economía argentina, cómo este giro es el resultado de
las contradicciones de este proceso. Y signan, de forma
irreversible, la entrada en una nueva dinámica, con varios elementos
de desarrollo aún abierto. Debe leerse, entonces, como un
complemento de los textos que vienen abordando lo que acá se
considera sólo tangencialmente.
Introducción
Para buena parte
de la oposición política patronal, así como para los economistas y
consultores económico/financieros, la situación que estamos
atravesando es el resultado de una “mala praxis” del gobierno,
por una política laxa de gasto público y expansión monetaria
sostenida durante años y que habría empujado la inflación, la fuga
de capitales e incentivado la dolarización de los ahorros. Muchos
lamentan la “oportunidad perdida” de la década, ya que con los
fuertes superávits comerciales gracias a la demanda china y la soja
cotizando altísimo, de todos modos reemergieron desde 2011 problemas
crónicos que afectaron el crecimiento de la economía argentina en
otros momentos históricos. Todo esto, afirman varios, podría
haberse evitado con políticas más consistentes que hubieran
canalizado los excedentes hacia un desarrollo de largo plazo.
Desde las
veredas oficiales no se archivó el discurso de la década ganada,
aunque algunos admiten que existen problemas porque, parafraseando,
“en diez años no se puede hacer todo”. Quedaría pendiente que
el “modelo de desarrollo con inclusión social” avance en la
sustitución de importaciones, el desarrollo de numerosas industrias
de componentes, para aliviar el problema de los dólares. Pero no
estas serían señales de transformaciones por hacer, y una muestra patente de límites del “modelo”.
Ambas visiones
nos parecen equivocadas. La crisis no surge de una “mala praxis”
oficial; buena parte de lo que la oposición patronal define como
“mala praxis” fueron medidas de gobiernos que, pos 2001 y con una
clase obrera en fuerte recomposición social, tuvieron que tomar nota
de una relación de fuerzas para compatibilizar la defensa de los
intereses capitalistas con algunas medidas de contención hacia la
clase obrera y los sectores populares. Así, la “urgencia” se
impuso sobre los planes más estratégicos porque ante todo estaba el
restablecimiento del orden, la “pasivización” de los sectores
obreros y populares a través de políticas de conciliación de
clase. Por otra parte, hace años nos deslizamos hacia un fin de
época porque la entelequia de esta conciliación sólo es posible
bajo ciertas condiciones muy específicas, de “holgura”
económica, como las que había creado el mega ajuste de 2002 que se
dio de la mano de la devaluación que puso fin a la convertibilidad.
Hoy, doce años después de la gran crisis (que también fue doce
años después de otra gran crisis, para delicias de los buscadores
de ciclos de regularidad perfecta) el capitalismo argentino pone en
evidencia que el combustible que lo mueve son los recurrentes ajustes
a los sectores populares. Es eso lo que está marcha, y sólo eso
puede relanzar la economía nacional en términos capitalistas.
Pero vayamos por
partes. Lo expuesto en el párrafo previo son las conclusiones que
surgen del análisis de qué es la formación económico-social
argentina y cuáles son las determinaciones de la acumulación de
capital en el país. Mediante ese análisis podremos comprobar que
esta crisis no surge de la nada, sino que es consecuencia de las
condiciones que determinan de la economía capitalista argentina, y
que sólo un trastocamiento profundo de las bases de esta sociedad
puede evitar la catástrofe que la burguesía se prepara para volver
a descargar sobre nuestras cabezas.
La
gravitación del tipo de cambio en la acumulación de capital en la
Argentina
El ministro de
economía Axel Kicillof volvió en una entrevista reciente a un tema
muy trillado: la supuesta “mentalidad” que inclinaría a los
argentinos hacia el dólar. Pero no se puede reducir la cuestión a
un caso para diván colectivo. La “cuestión” del dólar es una
consecuencia de la gravitación que tiene el tipo de cambio para la
acumulación capitalista en el país. Y está lejos de ser un
problema meramente argentino, aunque sin duda la historia de crisis
nacionales -y los modos en que estas se “resolvieron”- genera
reflejos que no se observan en otras latitudes, al menos en la misma
medida.
¿De dónde
surge la gravitación del tipo de cambio? Pues de las condiciones de
productividad media de la economía nacional en relación a los
niveles medios imperantes a nivel internacional. Los capitales que se
valorizan en el espacio económico nacional exhiben una productividad
del trabajo menor a los promedios internacionales, con excepción del
agro y otras pocas ramas que cuentan con ventajas específicas. Esta
brecha de productividad significa que buena parte de los capitales en
rubros dedicados a la elaboración de bienes “transables” (es
decir mercancías sometidas a la competencia internacional, ya sea
que se produzcan para el comercio exterior o para el mercado interno
afrontando competencia de bienes equivalentes producidos en otros
países) requieren más tiempo socialmente necesario que sus
homólogos de otras latitudes para producir las mismas mercancías.
Es decir, producen a un costo más alto comparativamente más alto
que en otros país, lo que significa que su operación no sería
posible si este mayor tiempo de trabajo necesario se expresara
plenamente en términos de valor internacional. ¿Qué implicancias
tiene esto? Pues que para una fracción considerable de los capitales
que se valorizan en el espacio nacional, su posibilidad de
reproducción se encuentra condicionada a una depreciación del tipo
de cambio. El tipo de cambio depreciado, es decir una variación en
la cotización de la moneda nacional en relación a las monedas que
operan como reservas de valor internacionalmente, particularmente el
dólar, significa que cada hora de trabajo nacional se va expresar
sólo como una fracción de la misma a nivel internacional. Esto
permite que los sectores que producen con costos mayores que los que
imperan a nivel internacional en la rama en cuestión, tengan precios
internacionales equivalentes a los de sus competidores que otros
países que producen con técnicas más elevadas, es decir que gana
la llamada competitividad. Esto puede permitir en algunos
casos el desarrollo de exportaciones manufactureras, pero sobre todo
preserva el mercado nacional para empresas de capital local, a costa
de reducir los términos de intercambio nacionales. El correlato es
la depresión del salario medido en dólares, lo cual significa en
términos reales una pérdida de poder adquisitivo para la fuerza de
trabajo.(aunque quizás no en la misma proporción de la depreciación
cambiaria). La competitividad del capital se logra reduciendo la
participación de la fuerza de trabajo en el valor generado, es decir
con un aumento de la tasa de explotación.
Esto explica la
tendencia recurrente en numerosas economías de desarrollo medio a
depreciar del tipo de cambio. Podría parecer que el tipo de cambio
es como una varita mágica que compensa las desventajas de
productividad. Ciertamente los teóricos como los neoestructuralistas
(Frenkel, en cierta medida también Ferrer aunque no es de esta
corriente), que consideran la política cambiaria de este tipo un
pilar para el desarrollo, así lo creen. También los industriales
comparten unánimemente esta inclinación. Pero ocurre que no es tan
sencillo.
El dólar
“caro” y sus contradicciones
El tipo de
cambio depreciado tiene consecuencias que conspiran contra la
inversión en medios de producción, que en muchos casos deben
importarse en un país como la Argentina. Es que como dijimos, con la
depreciación del tipo de cambio, la economía argentina reduce sus
términos de intercambio. Esto puede hacer más competitivas y por lo
tanto más rentables determinadas producciones manufactureras con la
capacidad ya instalada, pero al mismo tiempo, como se puede
adquirir como contrapartida menos bienes de capital que si pudiera
vender las mercancías que produce sin depreciar el tipo de cambio,
disminuir la rentabilidad esperada de nuevas inversiones en las
mismas ramas beneficiadas por la depreciación al encarecer el costo
de nuevas inversiones basadas en medios de producción importados.
Esto se debe a que, aunque en el caso de los bienes transables
producidos para la exportación o para el mercado interno, en
principio el tipo de cambio depreciado tiende a aumentar la tasa de
ganancia que perciben con la capacidad ya instada, esto no
necesariamente repercute de igual manera en la rentabilidad esperada
de nuevas inversiones. Estamos ante una contradicción real: como
los medios de producción importados tienen una gravitación muy
importante en la inversión local, especialmente en lo que hace a la
capacidad de mantener (con cierto retraso respecto de otras
economías) el ritmo de innovación tecnológica, las condiciones que
favorecen la reproducción de los capitales menos productivos (una
fracción considerable de los capitales nacionales), tienden al mismo
tiempo a restringir las posibilidades de su desarrollo productivo. La
brecha de productividad que la depreciación cambiaria se propone
compensar, tiende así a preservarse e incluso agrandarse con el paso
del tiempo. Las que se ven afectadas son, sobre todo, las
inversiones de mayor envergadura.
Pero además
de este resultado de mediano plazo (que refuta
la capacidad del tipo de cambio depreciado para dinamizar el
desarrollo a mediano plazo) un aspecto más crítico es la dinámica
inflacionaria que puede desatar la
devaluación, que es lo que estamos presenciando hace años en la
argentina. Como planteamos en otro trabajo (ver “La Argentina, a 10
años de la salida de la convertibilidad:
contradicciones recurrentes para la continuidad de la acumulación
capitalista. Una mirada desde la teoría marxista”),
“el tipo de cambio depreciado no se sostiene en el tiempo, sino que
lo característico es una alternancia entre períodos de depreciación
y de apreciación, muchas veces mediados de cortes abruptos”. No se
sostiene, en primer lugar porque no todas las fracciones de la
burguesía están interesadas en la preservación de un tipo de
cambio depreciado. Los capitales que radicados en áreas de bienes y
servicios no transables, se benefician con un tipo de cambio
apreciado que eleva la expresión en términos de valor internacional
del plusvalor que obtienen en el país. Estos intereses
contradictorios se expresan en la disputa por el ingreso: toda
devaluación genera un cambio de precios relativos, en detrimento de
los asalariados pero también de de otras fracciones del capital, que
crea condiciones para futuros ajustes de precios, y como contragolpe
también de salarios. Estos ajustes
tienden a crear una dinámica de retroalimentación, y erosionan el
tipo de cambio depreciado. Esto ha sido conceptualizados con el
término “pass through”, que mide en qué medida los ajustes de
precios disparados por una devaluación limitan la proporción en la
que la modificación en el tipo de cambio nominal se traduce en una
del tipo de cambio real. Esto ocurrió con posterioridad a 2002 en el
país. Pero con cierto efecto retardado, ya que en
ese año
la profunda recesión que se extendió entre 1998 y 2001 permitió
facilitó la transferencia de costos, tanto a los sectores
capitalistas productores de bienes y servicios no transables
soportaron una reducción de sus márgenes por la modificación
cambiaria como -sobre todo- a la clase trabajadora, que en las
condiciones de extremo desempleo no pudo evitar que la devaluación
de 2002 diera lugar a un mazazo al salario. Medido en dólares, el
costo salarial cayó un 60% producto de la devaluación, mientras que
el salario real, es decir el poder adquisitivo del salario (por el
encarecimiento de los precios atados al dólar, como muchos los
alimentos, que se dio en ese momento) cayó casi
un 30%. Este mazazo fue
clave en las altas ganancias de los años siguientes, que motorizaron
el crecimiento industrial y una moderada recuperación de la
inversión. Gracias a esto, el impacto de la devaluación generó
durante 2002 un aumento de los precios de 31%, un pass
through limitado si
consideramos que la devaluación llevó el tipo de cambio de 1 a más
de 4 pesos por dólar, para estabilizarse posteriormente alrededor de
3 pesos por dólar. Sin embargo, el cambio en las condiciones
económicas no podía más que disparar nuevos ajustes. La magnitud
de la devaluación permitió que en un comienzo estos ajustes no
crearan mayores tensiones, ya que, como
analizan Daniel Heymann y Adrián Ramos
la
“configuración de los precios relativos surgidos de la crisis, con
un muy alto tipo de cambio real y salarios reales bajos, dejó mucho
espacio para una recuperación del poder de compra en dólares de los
precios y salarios domésticos”(“Una
transición incompleta. Inflación y políticas macroeconómicas en
la Argentina post-convertibilidad”, Revista
de Economía Política de Buenos Aires,
Año 4, Vols 7 y 8, Bs. As., 2010).
Según estos autores, a partir de 2005 empezarían a manifestarse los
límites de este espacio.
Esta
dimensión estructural de la inflación nos remite entonces de forma
insoslayable al corazón del “modelo”. El mega-ajuste de 2002 y
las condiciones de extraordinaria rentabilidad que esta produjo para
buena parte de la burguesía tenían rasgos de expecionalidad, no
crearon una situación estable. Los intentos de los sectores (más o
menos) perjudicados por recuperar sus márgenes empezaron a disparar
ajustes sucesivos que externalizan una disputa por el excedente
social entre los sectores capitalistas. Como no podía ser de otro
modo, en estas condiciones también los asalariados fueron obligados
a exigir aumentos de salarios nominales, a riesgo de ver sus ingresos
aún más erosionados de lo que ya lo habían sido con la devaluación
si no lo hacían. Si en 2002, ningún sector de la clase trabajadora
-golpeada por una desocupación masiva- pudo oponer resistencia al
saqueo al salario que significó la devaluación, que contó con el
cerrado apoyo de la burocracia sindical moyanista. La recomposición
social de la clase trabajadora que trajo aparejada la fuerte
recuperación con tasas “chinas” de crecimiento económico creo
mejores condiciones desde 2004 para pelear por la recuperación del
terreno perdido. Por eso ante esta escalada de los precios a partir
de 2005 y 2006, se profundizan las presiones para recuperar los
ingresos y evitar que la incipiente inflación los siga erosionando.
La
escalada inflacionaria no es otra cosa que una expresión del
carácter atrasado y dependiente de la economía nacional, que
transforma al tipo de cambio depreciado en una necesidad que no puede
sostenerse en el tiempo, que crea tensiones entre las fracciones
capitalistas que se expresan en ajustes sucesivos de los precios
relativos. Los capitalistas buscan culpar a los aumentos de salarios
de las subas de precios, y cualquier concesión en este terreno es un
argumento para volver a remarcar.
Pero en realidad los reclamos por aumentos de salarios en la mayoría
de los casos no hicieron más que intentar una recuperación de los
ingresos ante la permanente licuación que ocasiona el accionar
empresario remarcando precios -en los marcos permisivos de una
política económica cuyos “controles” de precios no han
contribuido en nada a limitar la inflación.
Las
contradicciones de la devaluación, así como el peso preponderante
del capital extranjero en los pricipales sectores de la economía
argentina con las consecuencias que esto conllleva (ver “Los
contornos de la dependencia”, IdIz
nº 3), así como el carácter
particularmente rapaz de los principales sectores de la burguesía
“nacional”, explica que el período de condiciones más
favorables en los últimos 60 años para la acumulación capitalista
en el país, no dinamizara las tasas de inversión. Los principales
grupos capitalistas aprovecharon de forma “extensiva” los
beneficios de la devaluación, es decir sacando el mayor
aprovechamiento de los recursos instalados para realizar una buena
masa de ganancias, lo cual empujó un
crecimiento a tasas “chinas” pero no
sostenible a mediano plazo.
Agotamiento del "modelo" y fin
de ciclo
El
llamado “modelo” fue la herencia del ajuste múltiple que ocurrió
en 2002, que empalmó con un ciclo alcista en la demanda y los
precios de exportación de granos que, con altibajos, se mantiene
hasta hoy. El ajuste múltiple fue un resultado de la devaluación.
Al mismo tiempo esta hizo caer el gasto público (que cayó en 2002
un 5% en términos nominales pero 37% en términos reales), abarató
el salario, lo cual bajó el costo salarial en casi un 60% y mejoró
la rentabilidad empresaria; por último el dólar caro contribuyó a
mejorar las condiciones para la exportación, y actuando como límite
para las importaciones.
Pero
la dinámica contradictoria que desató la devaluación, ha alterado
esta situación. A pesar de que en numerosos sectores el empresariado
logró preservar el costo salarial por debajo de los niveles de 2001
gracias a fuertes aumentos de productividad que no tuvieron correlato
en las remuneraciones (el costo salarial está hoy aproximadamente en
un 85% del nivel pre devaluación), las presiones para contener los
aumentos salariales, o para arrancar al Estado subsidios para
compensar parcialmente los aducidos aumentos de costos tuvieron como
efecto crear una presión muy fuerte hacia el aumento del gasto
público. Como efecto de las tendencias alcistas de los precios, los
subsidios al capital y las mayores exigencias de la deuda, a partir
de 2007 el esquema económico empieza a entrar en una nueva dinámica
donde el gobierno nacional intenta conjurar, recursos públicos
mediante, el creciente agotamiento. Con los subsidios el gobierno
“internalizó” una presión al aumento del gasto público, que se
volvió casi forzosa. En vez de contener las contradicciones las
absorbió bajo esta forma. En 2007 los subsidios fueron de 14.600
millones de pesos, en 2014 serían de $ 140.000 millones. Como
consecuencia de esto, el abundante superávit fiscal se transformó
en déficit, luego del pago de deuda, a partir de 2009, lo cual
empujó a buscar mayores fuentes de financiamiento, a través de la
ANSES y posteriormente del Banco Central. Junto con esto comienzan
desde 2006, y más decididamente en 2007, los techos al salario. El
pivote que dio aire para administrar los crecientes síntomas de
agotamiento, y que ayudado por condiciones internacionales favorables
dio margen para administrar las contradicciones crecientes durante
varios años fue la persistencia del saldo externo favorable. Sin
embargo, esto empezó a cambiar y en 2011 empezó a volverse crítico:
reapareció el fantasma de la restricción externa, que durante los
mejores años kirchneristas muchos consideraron un problema del
pasado que la modernizada economía argentina no volvería a sufrir.
Durante toda la década el kirchnerismo convivió alegremente con
todas estas gangrenas permitiendo que se desarrollaran. Las alarmas
sonaron en 2011 sólo porque los dólares de la soja (y otros granos)
ya no alcanzaban para sostener el déficit industrial, el déficit
energético, los pagos de la deuda, las remesas de capitales y la
lisa y llana fuga de dólares. Ese año fue el primero de la década
kirchnerista donde el año concluyó con una caída en las reservas
en manos del Banco Central.
Si
desde sus orígenes el kirchnerismo se caracterizó por una apuesta a
utilizar los recursos del Estado para distender las relaciones entre
las clases, impulsando algunas mejoras de ingresos (en relación al
piso que habían alcanzado en 2002, pero sin acercarse ni de lejos a
los niveles históricos en el caso se los salarios, ver
acá)
con
la emergencia de la restricción externa empezó su política
adquirió de conjunto un sesgo contrario,
el
del ajuste.
Los
techos al salario, la reticencia a cualquier cambio impositivo que
llevó a agravar la carga del impuesto a las ganancias sobre los
asalariados, y las medidas aplicadas para preservar los dólares
frenando las importaciones, fueron todas en ese sentido. Con la
devaluación acelerada se busca dar un paso más firme en este mismo
sentido, aunque creando nuevas contradicciones por la misma dinámica
que describimos más arriba. La suerte del “modelo” está
íntimamente atada a lo que ocurra con los salarios. El “modelo”,
que durante años ilusionó con una conciliación entre las clases
como vía para sostener un capitalismo “en serio”, supuestamente
muy distinto al “anarcocapitalismo” neoliberal, no puede más que
intentar regenerarse volviendo a arrastrarnos por el camino del ajuste,
aunque ahora se le diga “heterodoxo”.
La situación, muy distinta que en 2002, encuentra a la clase obrera mejor posicionada para enfrentar el peso del ajuste. Pero es necesaria una política decidida que no va a salir de ningún sector de las conducciones sindicales burocráticas. Más que nunca es urgente para la izquierda clasista la pelea por conquistar los sindicatos y expulsar a la burocracia. Y, ante la urgente necesidad de dar respuesta a los ataques que se vienen, la necesidad de un Encuentro Nacional de todo el movimiento obrero combativo y antiburocrático que levante un programa de medidas urgentes y exija la apertura inmediata de paritarias libres, sin techo y con cláusulas gatillo contra la inflación.
La situación, muy distinta que en 2002, encuentra a la clase obrera mejor posicionada para enfrentar el peso del ajuste. Pero es necesaria una política decidida que no va a salir de ningún sector de las conducciones sindicales burocráticas. Más que nunca es urgente para la izquierda clasista la pelea por conquistar los sindicatos y expulsar a la burocracia. Y, ante la urgente necesidad de dar respuesta a los ataques que se vienen, la necesidad de un Encuentro Nacional de todo el movimiento obrero combativo y antiburocrático que levante un programa de medidas urgentes y exija la apertura inmediata de paritarias libres, sin techo y con cláusulas gatillo contra la inflación.
NOTA:
Acá retomamos lo elaborado en otros artículos. Algunas lecturas
útiles para profundizar son:
No hay comentarios:
Publicar un comentario