La
catástrofe generada por la tormenta que arrasó toda la provincia de
Buenos Aires, con los peores efectos en La Plata y la CABA, sumando
al menos 56 muertos y por el momento decenas de desaparecidos, puso
de relieve toda la desidia con la cual los gobiernos de todos los
niveles encaran la necesaria prevención ante los efectos de los
sucesos naturales que –aunque muy graves- están dentro de lo
previsible y cuyos efectos fatales podrían haberse mitigado de forma
muy significativa.
Se
afirma, con razón, sobre la negligencia criminal en las iniciativas
de prevención, el diseño de planes de acción ante las emergencias,
y la negligencia en la implementación de las obras anti-inundación.
En el caso de la ciudad de Buenos Aires, si bien había cuatro obras
en marcha, tres estaban paralizadas. En agosto de 2012 el auditor
general Eduardo Epszteyn señalaba el masivo recorte del presupuesto
para obras de infraestructura pluvial: "El
gobierno porteño presentó para 2013 un presupuesto de solo 26
millones de pesos para nuevas obras de infraestructura de la red
pluvial contra los 294 millones de este año", decía su
informe. Aunque del monto presupuestado en 2012 fue recortado hasta
quedar en sólo $50 millones, de los cuales finalmente se ejecutó
sólo el 23,7% según la consultora EGES, es decir $11,8 millones.Las
obras de la cuenca de los arroyos Ochoa y Elia, la cuenca del arroyo
Erézcano y la cuenca de los arroyos Vega y Medrano no registraron
ejecución. Según Epszteyn aunque nuevamente se incluyó el plan de
obras para lo cual mandaron una nueva ley de endeudamiento a la
Legislatura “se perdió mucho tiempo y ahora hay que empezar de
cero". Aunque entre el gobierno de la ciudad y el de la Nación
se pasen la pelota de la responsabilidad en habilitar en el
endeudamiento para las obras, en ambos planos se puso de relieve una
negligencia criminal. En el terreno de la prevención más inmediata,
tampoco se pusieron en marcha medidas elementales. “En otoño las
hojas caen de los árboles y ante una alerta así tendrían que haber
mantenido limpio todo. No se hizo de manera suficiente y eso
contribuyó para que las zonas no inundables, se inunden”.
Pero
la negligencia en las elementales medidas de prevención y la falta
de ejecución de obras nos hablan apenas de una dimensión de las
acciones públicas que crearon las condiciones para el salvaje crimen
social que golpeó sobre los sectores populares. Hay otra faceta aún
más siniestra, que nos habla no sólo de pasividad y desidia, sino
de un rol activo en agravar los daños que crean las lluvias. Nos
referimos a los efectos producidos por el desarrollo explosivo del
negocio inmobiliario, que en las últimas décadas vio multiplicar
su influencia en la articulación general del desarrollo urbano,
enteramente orientado a posibilitar la maximización de la renta del
suelo por parte de los grandes desarrolladores inmobiliarios. Ya
nos hemos referido a la cuestión en este blog cuando ocurrió la
masacre del Indoamericano, poniendo de relieve el sesgo
antiobrero y anti-pobres que confirió a la construcción de
viviendas de la ciudad, empujando a los sectores de menores recursos
a los márgenes de la ciudad. La especulación inmobiliaria que
produjo este desplazamiento, es la misma que, como producto de las
modificaciones en los criterios de zonificación y la derogación de
las restricciones para la construcción en altura, realizadas
retaceando intencionalmente cualquier evaluación de los impactos,
tiendió por eso a crear nuevas zonas inundables y agravar los
efectos en los que ya lo eran.
En
Buenos Aires, esta reorganización de la geografía metropolitana
significó el taponamiento de desagües naturales como son los
arroyos, debido a que los cimientos profundos generan diques que
comprometen la circulación de las aguas hacia el río, produciendo
ascensos de la napa y empeorando las inundaciones. A la par que se
creaba este problema, no se producía ninguna compensación en la
infraestructura fuera de promesas de obras que se vienen proyectando
con ritmo cansino, como si las lluvias no vinieran creando flagelos
hace varios años. También significó la destrucción de espacios
verdes, lo que significa una menor absorción de aguas por parte de
los árboles y suelos con vegetación, que juegan el rol de absorber
grandes cantidades de agua que liberan a los ríos, arroyos y a la
atmósfera, disminuyendo así el riesgo de inundaciones de forma
significativa. En el caso de la ciudad de La Plata, la autopista que
la conecta con CABA es definida por varios expertos –por el modo en
que fue construida- como una especie de dique que impide el desagüe
de las lluvias. El geógrafo Héctor Zajac señala que en “el caso
de los countries, la situación fue similar, pero con el agravante
que las urbanizaciones ocurrieron directamente sobre espacios verdes
de alto valor regulador del ciclo del agua como humedales del Delta o
bosques de la zona sur”. En lo que respecta a muchos barrios
privados, su construcción tendió a agravar los problemas de
inundaciones en las zonas aledañas a los mismos, en muchos casos
constituidas por barriadas pobres y altamente precarias.
Esto
se agrava por el impacto que tiene sobre el conjunto de las regiones
pampeana y mesopotámica la ampliación de la frontera agropecuaria,
que se dio de la mano de desmontes de millones de hectáreas de
bosques, lo cual potenció los efectos de las lluvias. En la escala
regional al igual que la urbana, el uso de la tierra en función de
la apropiación de la renta choca con las necesidades fundamentales
del pueblo trabajador, pato de la boda de los negocios capitalistas.
Por
eso, se crea la necesidad de nuevas obras, que nunca alcanzan para
resolver el “eterno” problema de las lluvias. Un problema que
sólo es eterno porque el capital lo recrea una y otra vez por las
condiciones que impone la búsqueda de la ganancia al desarrollo
urbano. Y que permite, de paso acrecentar con las obras
anti-inundación el negocio de los contratistas del Estado, cuyos
adjudicatarios están en muchas ocasiones asociados a los
desarrolladores de los proyectos edilicios que generaron el problema
en primera instancia. Y que no pierden con el ritmo tortuoso con el
que avanzan los proyectos, sino que pueden incluyo sacar un mayor
lucro por ello.
Con el
crecimiento de la urbanización en las condiciones que reseñamos, se
produce como resultado que serían necesarias obras cada vez más
complejas y costosas –que nunca se terminan de concretar- para
contrarrestar los efectos de un modelo de este modelo de
urbanización, que tiene sus eslabones débiles en los sectores más
pobres, los primeros afectados por las inundaciones a causa de las
viviendas precarias y también por encontrarse –en muchos casos-
en los puntos más sensibles donde se concentran las consecuencias de
la desidia en la planificación, (mucho más celosa por evitar que
sean afectados los propietarios más ricos) como muestra gráficamente
el caso del barrio Mitre, perjudicado por la construcción del
Shopping Dot. Y cuyos únicos beneficiarios son los participantes de
los distintos eslabones del negocio inmobiliario, y los propietarios
de las zonas más ricas que ven cómo sus propiedades elevan su
valor… al menos hasta que caen ellos mismos víctimas de las
inundaciones. Antonio Elio Brailovsky plantea con razón que “Los
desastres naturales no existen. El desastre es la expresión social
de un fenómeno natural [...] Detrás del loteo inescrupuloso han
venido las obras salvadoras, cuya contribución a la solución de los
problemas siempre fue menor de lo esperado. Sin embargo, siempre se
pidió y prometió la solución definitiva de las inundaciones
urbanas, sin preguntar si esa solución era técnicamente factible y,
además, si la podríamos pagar” (Buenos
Aires, ciudad inundable. Por qué está condenada a un desastre
permanente). Todas las instancias de
gobierno mostraron una negligencia criminal para llevar adelante las
obras prometidas, pero esto no asegura que ante la magnitud de los
problemas creados por el negocio inmobiliario descontrolado, que se
agravan de forma permanente, estos proyectos podrían resolverlos.
Por la
omisión y la acción, pública y privada, que de forma concatenada
contribuyen a que las copiosas lluvias se transformen en catástrofes,
es que no puede menos que hablarse de otro crimen social, de magnitud
criminal equivalente a los sucesos de Once, de Crogmañon, o de
aquella otra inundación devastadora ocurrida en Rosario en el año
2003.
Los
gobierno nacional, porteño y bonaerense, se pasan la pelota unos a
otros, evitando cargar con la responsabilidad de lo ocurrido. Todos
ellos, así como el negocio de la tierra que está en la raíz de los
efectos cada vez más graves que ocasionan las tormentas, tienen
responsabilidad compartida en este crimen. Mientras organizamos la
solidaridad con los miles de víctimas que causó este accionar
criminal al pueblo trabajador –aparte de los ya más de 50
muertos-, y mientras exigimos que los distintos niveles
gubernamentales y los más ricos pongan los fondos para resarcir los
daños generados, debemos tener presente que bajo este sistema social
no hay prevención que alcance.
El
capitalismo es una “organización ilícita” que tiene preparados
más brutales padecimientos al pueblo trabajador, que se suman a la
opresión y explotación cotidianas a las que nos somete el
capitalismo. Sólo podemos cortar de raíz con las causas de estos
crímenes sociales si expropiamos a los expropiadores capitalistas,
si barremos con las instituciones de este Estado administrado por una
casta de funcionarios bien pagos que sólo se preocupan por
garantizar el enriquecimiento de los empresarios, y reorganizamos el
conjunto de la producción en función de las necesidades de los
trabajadores y el pueblo pobre.
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