jueves, 4 de abril de 2013

Un crimen social que es resultado del lucro con la tierra



La catástrofe generada por la tormenta que arrasó toda la provincia de Buenos Aires, con los peores efectos en La Plata y la CABA, sumando al menos 56 muertos y por el momento decenas de desaparecidos, puso de relieve toda la desidia con la cual los gobiernos de todos los niveles encaran la necesaria prevención ante los efectos de los sucesos naturales que –aunque muy graves- están dentro de lo previsible y cuyos efectos fatales podrían haberse mitigado de forma muy significativa.
Se afirma, con razón, sobre la negligencia criminal en las iniciativas de prevención, el diseño de planes de acción ante las emergencias, y la negligencia en la implementación de las obras anti-inundación. En el caso de la ciudad de Buenos Aires, si bien había cuatro obras en marcha, tres estaban paralizadas. En agosto de 2012 el auditor general Eduardo Epszteyn señalaba el masivo recorte del presupuesto para obras de infraestructura pluvial: "El gobierno porteño presentó para 2013 un presupuesto de solo 26 millones de pesos para nuevas obras de infraestructura de la red pluvial contra los 294 millones de este año", decía su informe. Aunque del monto presupuestado en 2012 fue recortado hasta quedar en sólo $50 millones, de los cuales finalmente se ejecutó sólo el 23,7% según la consultora EGES, es decir $11,8 millones.Las obras de la cuenca de los arroyos Ochoa y Elia, la cuenca del arroyo Erézcano y la cuenca de los arroyos Vega y Medrano no registraron ejecución. Según Epszteyn aunque nuevamente se incluyó el plan de obras para lo cual mandaron una nueva ley de endeudamiento a la Legislatura “se perdió mucho tiempo y ahora hay que empezar de cero". Aunque entre el gobierno de la ciudad y el de la Nación se pasen la pelota de la responsabilidad en habilitar en el endeudamiento para las obras, en ambos planos se puso de relieve una negligencia criminal. En el terreno de la prevención más inmediata, tampoco se pusieron en marcha medidas elementales. “En otoño las hojas caen de los árboles y ante una alerta así tendrían que haber mantenido limpio todo. No se hizo de manera suficiente y eso contribuyó para que las zonas no inundables, se inunden”.

Pero la negligencia en las elementales medidas de prevención y la falta de ejecución de obras nos hablan apenas de una dimensión de las acciones públicas que crearon las condiciones para el salvaje crimen social que golpeó sobre los sectores populares. Hay otra faceta aún más siniestra, que nos habla no sólo de pasividad y desidia, sino de un rol activo en agravar los daños que crean las lluvias. Nos referimos a los efectos producidos por el desarrollo explosivo del negocio inmobiliario, que en las últimas décadas vio multiplicar su influencia en la articulación general del desarrollo urbano, enteramente orientado a posibilitar la maximización de la renta del suelo por parte de los grandes desarrolladores inmobiliarios. Ya nos hemos referido a la cuestión en este blog cuando ocurrió la masacre del Indoamericano, poniendo de relieve el sesgo antiobrero y anti-pobres que confirió a la construcción de viviendas de la ciudad, empujando a los sectores de menores recursos a los márgenes de la ciudad. La especulación inmobiliaria que produjo este desplazamiento, es la misma que, como producto de las modificaciones en los criterios de zonificación y la derogación de las restricciones para la construcción en altura, realizadas retaceando intencionalmente cualquier evaluación de los impactos, tiendió por eso a crear nuevas zonas inundables y agravar los efectos en los que ya lo eran.
En Buenos Aires, esta reorganización de la geografía metropolitana significó el taponamiento de desagües naturales como son los arroyos, debido a que los cimientos profundos generan diques que comprometen la circulación de las aguas hacia el río, produciendo ascensos de la napa y empeorando las inundaciones. A la par que se creaba este problema, no se producía ninguna compensación en la infraestructura fuera de promesas de obras que se vienen proyectando con ritmo cansino, como si las lluvias no vinieran creando flagelos hace varios años. También significó la destrucción de espacios verdes, lo que significa una menor absorción de aguas por parte de los árboles y suelos con vegetación, que juegan el rol de absorber grandes cantidades de agua que liberan a los ríos, arroyos y a la atmósfera, disminuyendo así el riesgo de inundaciones de forma significativa. En el caso de la ciudad de La Plata, la autopista que la conecta con CABA es definida por varios expertos –por el modo en que fue construida- como una especie de dique que impide el desagüe de las lluvias. El geógrafo Héctor Zajac señala que en “el caso de los countries, la situación fue similar, pero con el agravante que las urbanizaciones ocurrieron directamente sobre espacios verdes de alto valor regulador del ciclo del agua como humedales del Delta o bosques de la zona sur”. En lo que respecta a muchos barrios privados, su construcción tendió a agravar los problemas de inundaciones en las zonas aledañas a los mismos, en muchos casos constituidas por barriadas pobres y altamente precarias.
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Esto se agrava por el impacto que tiene sobre el conjunto de las regiones pampeana y mesopotámica la ampliación de la frontera agropecuaria, que se dio de la mano de desmontes de millones de hectáreas de bosques, lo cual potenció los efectos de las lluvias. En la escala regional al igual que la urbana, el uso de la tierra en función de la apropiación de la renta choca con las necesidades fundamentales del pueblo trabajador, pato de la boda de los negocios capitalistas.
Por eso, se crea la necesidad de nuevas obras, que nunca alcanzan para resolver el “eterno” problema de las lluvias. Un problema que sólo es eterno porque el capital lo recrea una y otra vez por las condiciones que impone la búsqueda de la ganancia al desarrollo urbano. Y que permite, de paso acrecentar con las obras anti-inundación el negocio de los contratistas del Estado, cuyos adjudicatarios están en muchas ocasiones asociados a los desarrolladores de los proyectos edilicios que generaron el problema en primera instancia. Y que no pierden con el ritmo tortuoso con el que avanzan los proyectos, sino que pueden incluyo sacar un mayor lucro por ello.
Con el crecimiento de la urbanización en las condiciones que reseñamos, se produce como resultado que serían necesarias obras cada vez más complejas y costosas –que nunca se terminan de concretar- para contrarrestar los efectos de un modelo de este modelo de urbanización, que tiene sus eslabones débiles en los sectores más pobres, los primeros afectados por las inundaciones a causa de las viviendas precarias y también por encontrarse –en muchos casos- en los puntos más sensibles donde se concentran las consecuencias de la desidia en la planificación, (mucho más celosa por evitar que sean afectados los propietarios más ricos) como muestra gráficamente el caso del barrio Mitre, perjudicado por la construcción del Shopping Dot. Y cuyos únicos beneficiarios son los participantes de los distintos eslabones del negocio inmobiliario, y los propietarios de las zonas más ricas que ven cómo sus propiedades elevan su valor… al menos hasta que caen ellos mismos víctimas de las inundaciones. Antonio Elio Brailovsky plantea con razón que “Los desastres naturales no existen. El desastre es la expresión social de un fenómeno natural [...] Detrás del loteo inescrupuloso han venido las obras salvadoras, cuya contribución a la solución de los problemas siempre fue menor de lo esperado. Sin embargo, siempre se pidió y prometió la solución definitiva de las inundaciones urbanas, sin preguntar si esa solución era técnicamente factible y, además, si la podríamos pagar” (Buenos Aires, ciudad inundable. Por qué está condenada a un desastre permanente). Todas las instancias de gobierno mostraron una negligencia criminal para llevar adelante las obras prometidas, pero esto no asegura que ante la magnitud de los problemas creados por el negocio inmobiliario descontrolado, que se agravan de forma permanente, estos proyectos podrían resolverlos.
Por la omisión y la acción, pública y privada, que de forma concatenada contribuyen a que las copiosas lluvias se transformen en catástrofes, es que no puede menos que hablarse de otro crimen social, de magnitud criminal equivalente a los sucesos de Once, de Crogmañon, o de aquella otra inundación devastadora ocurrida en Rosario en el año 2003.
Los gobierno nacional, porteño y bonaerense, se pasan la pelota unos a otros, evitando cargar con la responsabilidad de lo ocurrido. Todos ellos, así como el negocio de la tierra que está en la raíz de los efectos cada vez más graves que ocasionan las tormentas, tienen responsabilidad compartida en este crimen. Mientras organizamos la solidaridad con los miles de víctimas que causó este accionar criminal al pueblo trabajador –aparte de los ya más de 50 muertos-, y mientras exigimos que los distintos niveles gubernamentales y los más ricos pongan los fondos para resarcir los daños generados, debemos tener presente que bajo este sistema social no hay prevención que alcance.
El capitalismo es una “organización ilícita” que tiene preparados más brutales padecimientos al pueblo trabajador, que se suman a la opresión y explotación cotidianas a las que nos somete el capitalismo. Sólo podemos cortar de raíz con las causas de estos crímenes sociales si expropiamos a los expropiadores capitalistas, si barremos con las instituciones de este Estado administrado por una casta de funcionarios bien pagos que sólo se preocupan por garantizar el enriquecimiento de los empresarios, y reorganizamos el conjunto de la producción en función de las necesidades de los trabajadores y el pueblo pobre.

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