Como plantea Octavio Crivaro, en los últimos tiempos hemos
asistido a una montaña rusa de coyunturas políticas. Si consideramos que la
asunción de Cristina en su nuevo mandato fue en diciembre pasado, la sucesión
de giros transmite la sensación de que ha transcurrido bastante más de diez
meses meses desde entonces.
Se han realizado varios buenos aportes desde la
Troskósfera para analizar la coyuntura más reciente, y su impacto sobre la
situación más de conjunto (aparte del ya mencionado de Latroska, ver por
ejemplo este y este). Compartimos con lo que se viene diciendo en ellos que
sería errado dejarse llevar por algunos de estos hechos, como los cacerolazos,
las acciones de los gendarmes, etc., para concluir que se estaría abriendo una
situación reaccionaria. Como afirma Rosso, “lo coyuntural"
(manifestaciones de derecha más o menos encubiertas), no cambia "lo
orgánico" (la relación de fuerzas)”.
Pero, lo que nos interesa
interrogar es ¿qué hilo se mueve entre “lo orgánico” y estos cambios de
coyuntura a ritmo acelerado?
Creemos que para encontrar la respuesta hay que
mirar al desgaste de varios de los “dispositivos” en los que se apoyó el
kirchnerismo para cimentar la “restauración” que permitió restablecer el
dominio burgués pos 2001. Esto se logró mediante una política que buscó recrear ilusiones en los
cambios y reformas “por arriba”, que sacaran de la calle a buena parte de los
sectores movilizados. Las iniciativas políticas en este sentido incluyeron
desde la apropiación bastardeada de los reclamos históricos de las
organizaciones de DDHH, hasta una política económica guiada desde el comienzo
por la necesidad, impuesta por las relaciones de fuerza pos 2001, de “relajar”
las relaciones entre las clases, ubicándose de manera arbitral, aparentando
estar por encima de las mismas defendiendo un interés general (y pasando por la
recomposición de algunas instituciones como la Corte Suprema, impulsando el
retiro de los jueces más comprometidos con el menenismo). Pero esto sólo fue
posible en la medida en que existieron condiciones económicas excepcionalmente
favorables, logradas sobre la base de un formidable ajuste que se dio con la
devaluación de 2002. Esta permitió una mejora en la rentabilidad empresaria, y
su correlato fue un mazazo a su poder adquisitivo de los trabajadores, porque
el aumento de precios que trajo la devaluación fue soportado sin ninguna
recomposición de los salarios, gracias al temor al desempleo y la colaboración
de la burocracia sindical que mayormente apoyaba la salida devaluatoria. A este
brutal ajuste (que también permitió ajustar los gastos públicos y lograr
superávit fiscal sumado a las retenciones), se sumaron el saldo positivo del
comercio exterior por el boom en los precios y la demanda de soja, y el hecho
de casi no tener que afrontar pagos de deuda pública gracias al default durante
los primeros años del gobierno de Néstor (para más detalle, leer acá).
Los “gestos” reformistas se apoyaron en las efectos
duraderos de este ajuste de 2002, que coronó más de una década de ofensivas del
capital sobre el trabajo. El kirchnerismo se pudo permitir durante un tiempo
crear ilusiones reformistas con bajo costo, ya que las mejoras que pudieran
arrancar los trabajadores, sólo lo podían considerarse una recomposición de los ingresos en
comparación a los peores niveles de la crisis. El formidable salto en la
participación de la ganancia en el ingreso generado en detrimento de los
salarios acompañado de una mejora en la competitividad gracias a la caída de
los precios en dólares, dio margen a los empresarios (y al gobierno) para tolerar
aumentos de salarios podían ser manejados gracias al colchón de la devaluación.
Estos márgenes también pudieron incluso ampliarse durante un tiempo, porque la
patronal imponía en las negociaciones (y también en los hechos) fuertes aumentos
de la productividad, basados menos en mejoras técnicas que en la aceleración de
los ritmos de trabajo. Gracias a esto el costo salarial sigue considerablemente
más bajo que en 2001 (lo cual se traduce en la limitada recomposición que logró
la masa salarial en el producto nacional durante los últimos años).
Pero esta situación cambió con la aparición de distintos
límites estructurales, como es el caso de la oferta energética (problema
asociado también a la preservación del régimen de privatización que sostuvo el
kirchnerismo, aunque poniendo algunos topes tarifarios; para ver más en detalle
leer aquí) así como una inflación que tiene
sus raíces en distintos elementos (ver aquí para un análisis de los mismos) y
que se estabilizó bastante por arriba del 20% anual. Estos elementos empezaron
a amenazar el clima de “distensión” que con tanto esmero el kirchnerismo había
logrado crear. A partir de entonces se puede hablar de una “fase dos”, en la
cual el kirchnerismo pone en juego crecientes recursos acumulados durante
varios años fuertes superávits buscando solventar una porción de la ganancia
con recursos fiscales para contrarrestar las consecuencias de la inflación y
frenar un poco los aumentos de precios a cambio de recursos fiscales. También
utilizará estos recursos para subsidiar parcialmente la demanda energética.
Haciendo de la necesidad virtud, el discurso
sobre la “vuelta” del Estado acompañó los sucesivos mecanismos que se fueron
implementando ante los problemas del “modelo”. No hace falta interrogarse mucho
sobre el carácter de clase de este estatismo, que tuvo entre uno de sus pilares
los techos informales a los aumentos de salarios negociados en paritaria, a
través de sus aliados en la burocracia sindical, buscando evitar que pasaran el
nivel de aumento de precios. Lo cual a partir de 2007 puso freno a las mejoras
salariales, como reconocen
aún los economistas oficialistas. Nada parecido a una “armonización” de los intereses, una decidida
defensa de las condiciones de reproducción del capitalismo argentino, aunque sí
una profundización de la ubicación arbitral, apuntando a contener la puja
distributiva y evitar realizar cambios pronunciados en el esquema pos
devaluación, es decir buscando a toda costa que nada minara los esfuerzos de
desvío y contención.
Los sacudones coyunturales tienen como marco la
agudización de las contradicciones desarrolladas por “el modelo”. En pos de
evitar cualquier cambio pronunciado que pusiera en cuestión el clima de mejoras
paulatinas (el festejado “nunca menos” de las elecciones de 2011), el
kirchnerismo entró en un círculo vicioso que obligó a poner en juego una masa
exponencialmente creciente de recursos. Si los holgados superávits fiscales acumulados
desde 2003 podían alimentar la idea de que esta caja podría ser más que
suficiente para administrar las contradicciones que iban apareciendo,
rápidamente se empezaría a mostrar estrecha en relación a las exigencias que
iban apareciendo. El esfuerzo por ampliar las fuentes de recursos empujó desde el
enfrentamiento con el campo en 2008 por la resolución 125, hasta la reforma a
la Carta Orgánica del Banco Central (BCRA), que amplió significativamente las
posibilidades de este para financiar al fisco, pasando por la liquidación de
las AFJPs y el uso de reservas del BCRA para pagar deuda pública. A lo cual se
sumó el aprovechamiento de la inflación para ir realizando ajustes sectoriales
indirectos, mientras la recaudación crecía nominalmente gracias al aumento de
precios. Como la abundancia de dólares –sin la cual el BCRA no puede financiar
al tesoro- también empezó a agotarse el año pasado, a causa de la fuga de
capitales, la remesa de utilidades de las empresas extranjeras, y la fuerte
dependencia de insumos importados de la industria argentina y la importación de
combustible, aparecieron también el cepo cambiario y las trabas a las
importaciones para frenar esta gangrena. Y finalmente, la nacionalización (más
bien recompra) de YPF para tratar de buscar alguna otra forma de resolver el
entuerto energético que viene demandando más de u$s 10 mil millones al año de
importaciones (además de asegurar para el Estado la apropiación de la renta que
produzcan los yacimientos de petróleo no convencionales de Vaca Muerta en caso
de que lleguen a explotarse).
Algunas de estas medidas fueron contra algunos
sectores puntuales de la burguesía, en pos de mantener el esquema de arbitraje
que sostiene al régimen de conjunto, y otras -como el cepo- han extendido el
descontento también hacia sectores medios.
Contrariando las ilusiones de los
estatistas k, las contradicciones que están en la raíz del esquema pos
devaluación no se detuvieron con las medidas oficiales, sino que siguieron
produciendo una erosión de las condiciones del crecimiento, lo cual a su vez
limita los márgenes de maniobra estatales. El “bonapartismo de caja” siempre
dependió de que no desaparecieran del todo las condiciones que alimentaban el
crecimiento económico, es decir básicamente que permanecieran elevados los
índices de rentabilidad que se lograron con la devaluación y que los
desembolsos de capital mantuvieran algún ritmo de crecimiento (siempre bajo,
como discutimos acá), con ayuda de distintas políticas que buscaron mantener
elevado el consumo. Sin embargo, la
inflación creciente fue erosionando estas condiciones. Numerosos indicios
sugieren que la rentabilidad se está deteriorando en términos generales (lo
cual no quita que haya sectores que aún preservan niveles nada desdeñables de
rentabilidad). A esto se suma que algunas medidas recientes, como la limitación
al ingreso de importaciones, parecerían haber inducido ciertos niveles de
“enfriamiento” de la economía, trabando el acceso de insumos claves para la
producción, dificultando por lo tanto el circuito reproductivo y malogrando la
ecuación económica en varios sectores.
La base de maniobra del
bonapartismo de caja, se ve restringida desde su base. El arbitraje estatal no puede simultáneamente aspirar a actuar
como garante de una rentabilidad mínima para algunos sectores del capital, e
intentar aparecer como tibiamente reformista en relación a los sectores obreros
y populares, cuando las condiciones materiales para el crecimiento económico
(lo cual en el capitalismo significan niveles de rentabilidad e inversión por
encima de un cierto piso) se están deteriorando.
Los intentos de aggiornar el
“modelo” sin realizar cambios de fondo representan en las condiciones actuales una
versión “heterodoxa” de ajuste resumida en el concepto de sintonía fina acuñado
por la presidenta. Esta incluye menor crecimiento de los salarios negociados en
paritarias, mayor control a las importaciones, cepo cambiario, y también una
mayor fiscalización al empresario presionando para asegurar las inversiones que
han ocurrido pobremente durante los últimos años.
“Ajuste (moderado, pero ajuste al
fin) para todos y todas”, podría ser lo que resume las nuevas condiciones, de
preservación decadente del “modelo”.
Aún sin un impacto pleno de la
crisis mundial (que no puede descartarse ya que parece probable una nueva caída
en recesión en Europa que podría transformarse en global) esto conlleva un
deterioro económico en relación a la bonanza de los años de “tasas chinas”.
Estas nuevas circunstancias, que
ya empiezan a hacerse palpables, explican la aparición de síntomas de
descontento también entre los asalariados y sectores populares, ante la
comprobación de que buena parte de empiezan a erosionarse buena parte de las
las mejoras de estos años, muy condicionadas por la bonanza económica (ya que como señala Paula Varela no hubo nueva
creación de “ciudadanía social” ni nada que se le parezca durante los años K),
y hoy erosionada por una inflación que va más rápido que el crecimiento nominal
de los ingresos.
Sí, el panorama para el año que viene apunta en varios aspectos buenas noticias para la economía argentina. Pero la soja con precio más alto, el mejor crecimiento de
Brasil, e incluso el nuevo programa monetario lanzado por los EEUU (que
seguramente revaluará un poco a varias monedas frente al dólar, aunque no
necesariamente mucho ya que varios países como Brasil han anunciado que tomarán
medidas para contrarrestarlo) pueden crear un panorama más holgado, pero nada
parecido a una regeneración de las condiciones de prosperidad perdida.
Lo que signa las cambiantes coyunturas
que estamos atravesando es la necesidad de administrar las restricciones
defendiendo el corazón del “bonapartismo de caja”, aggiornado a estos tiempos
de escaseces, que no quitan que el gobierno aún tenga ardides para hacerse de
una masa de recursos para administrar libremente, como muestra el proyecto de
presupuesto enviado al congreso. En el camino, se crean crisis que no pueden
ser administradas con igual flexibilidad que en tiempos de bonanza, como es la
de los gendarmes y prefectos, que mostró también un una fuerte contradicción
que el régimen no ha logrado encauzar en lo que respecta a las fuerzas
represivas. Y también emergen otros varios problemas estructurales que se
agregan a una postal de decadencia, como fue el crimen social de once, que puso
en primer plano trágicamente las entelequias del “relato”.
Aunque en la coyuntura pos “13-S”
que estamos presenciando con más fuerza una agenda opositora “por derecha” al
cristinismo (que aunque debilitó al gobierno también le facilitó avanzar en
cuentas pendientes como la nueva ley de riesgos del trabajo), la desaparición
de un horizonte de mejoras paulatinas, aunque aún no haya sido reemplazado por
uno de ataques patronales extendidos, también pone sobre el tapete una agenda
de reclamos obreros y populares y de profundizar la experiencia política con el
cristinismo. Aunque este desarrollo dependerá de los ritmos de la lucha de
clases que puedan conducir a una mayor radicalización, una cuestión fundamental
para la izquierda hoy es evitar correr tras los caceroleros de clase media o
los “luchadores” policiales, privilegiando la intervención en la lucha de
clases y apostando a conquistar cada vez más peso orgánico entre los
trabajadores y la juventud.
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