El gobierno nacional frenó por el momento el capítulo de “sintonía
fina” concentrado en el ajuste fiscal, pero no ocurre lo mismo en las
provincias. Santa Cruz anunció la semana pasada que pagaría los salarios
que alcancen hasta los $ 9.000, es decir el “61% de los trabajadores”, y
el resto se pagará en función de los ingresos. Mientras tanto, son
varias las provincias que comenzaron a cancelar contratos con
proveedores en cuotas, y en algunos casos emitiendo bonos. También
quedaron numerosas obras públicas abandonadas a mitad de camino por los
recortes.
La fragilidad fiscal de las provincias es de carácter estructural, y
sus raíces se encuentran en las reformas del Estado de los ‘90, que
provincializaron la salud y la educación. Por eso la brecha entre la
recaudación directa de las provincias y sus gastos no paró de aumentar, y
las volvió cada vez más dependientes de la coparticipación. En algunas
provincias más del 80% de sus gastos se afronta con fondos
coparticipados; en Buenos Aires la coparticipación equivale al 44% de
los gastos.
Si por un lado el Estado Nacional se desentendió en los ‘90 de estos
gastos que transfirió a las provincias, por otro lado logró una fuerte
concentración de recursos tributarios. Entre otras cosas, las provincias
cedieron recursos de coparticipación para sostener a ANSES. Producto de
esto, el Estado Nacional hoy retiene el 75% de los fondos recaudados de
impuestos coparticipables. A esto se suman el impuesto al cheque y las
retenciones, ambos excluidos de la coparticipación (con excepción de un
30% de lo recaudado por retenciones a la soja, que desde el conflicto de
2008 por la resolución 125 se reparte entre las provincias a través del
Fondo Federal Solidario).
El resultado es que el desempeño de las provincias, y por extensión
el de los municipios, está condicionado a los fondos que la nación gire
discrecionalmente, como aportes del tesoro nacional. Esta ha sido una
herramienta fundamental del “bonapartismo de caja”, que el gobierno
nacional puede manejar ampliamente. Pero con el adelgazamiento de la
recaudación, estos fondos ya no aumentan como lo hacían, ni siquiera
para los gobernadores más cercanos al oficialismo.
Según varias estimaciones, las provincias necesitan financiamiento
por $30.000 millones, 30% más que el año pasado. Mientras con la reforma
de la Carta Orgánica del Banco Central el gobierno nacional amplió los
medios que le permiten financiarse, las provincias no tienen esa
posibilidad. Están por lo tanto forzadas a tomar deuda, aumentar los
impuestos o crear nuevos tributos. Para la primera alternativa,
enfrentan hoy un costo de endeudamiento que supera los ya elevados
niveles de 2011. Y de los tributos que recaudan, los ingresos se vienen
deteriorando, producto de los signos de desaceleración de la actividad
económica que pueden verse en muchos sectores. En el primer bimestre, la
recaudación propia creció 28,6%, cuando el año anterior aumentó 39%. Si
calculamos una inflación de 23% o 24%, casi no aumentó en términos
reales. Lo mismo la coparticipación: en el primer trimestre aumentó 28%,
contra 38% en 2011.
El ajuste que los defensores del “modelo” niegan, corre por cuenta de
las provincias. Como ocurrió en los ‘90, es allí donde empiezan a
mostrarse las estrecheces que trae el deterioro de la situación. Es
necesario rechazar el intento de descargar el peso de esta crisis sobre
los trabajadores estatales, y pelear por que sean los impuestos
extraordinarios a las grandes fortunas y el no pago de la deuda
provincial los que carguen su costo.
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