Ayer se cumplieron cinco años de la quiebra del
banco de inversión norteamericano Lehman Brothers, ocasionada por la
acumulación de títulos incobrables de hipotecas “subprime” y
otros activos financieros derivados de las mismas. Este suceso tuvo
efectos en cadena que golpearon a todo el sistema financiero
norteamericano, y se extendieron por el mundo, poniendo en evidencia
el nivel de riesgo generado por el alto nivel de apalancamiento (es
decir proporción de deuda por activos) con el que se manejan los
inversos, y la alta velocidad de propagación a causa de la
interconexión creciente de las plazas de todo el mundo. Lejos de
tratarse de un caso aislado de riesgo excesivo, el banco Lehman (así
como poco antes Bearn Stearns, banco de inversión que a diferencia
de Lehman fue rescatado y vendido a precio de remate por el tesoro
norteamerinaco, y las hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac) era uno
de los más expuestos en un modelo que negocio que caracterizaba a
toda la banca norteamericana. Emisión de créditos hipotecarios en
escala masiva, sin verificación de la capacidad de pago, y comercio
de derivados que se suponía diversificaba y reducía riesgos -claro,
todo en la matemática abstracta de los modelos que siguieron a los
pioneros de la aventura financiera Robert Merton y Myron Scholes, que
fueron premiados con el nobel en 1997 por sus modelos para calcular
el precio de las opciones financieras, y al año siguiente entraron
en quiebra luego de sumar una pérdida de 4.600 millones de dólares
en cuatro meses por aplicar estos métodos en sus decisiones de
inversión. Con estos antecedentes, ¿a quién se le podía ocurrir
que la utilización masiva de derivados pudiera derivar en una
destrucción masiva de la solvencia del sistema? Una verdadera
sorpresa ¿no?
Dado el alto nivel de
bancarización de pagos en todo el circuito productivo, no resultó
sorpresivo que en los meses que siguieron a la quiebra de Lehman, con
la virtual paralización durante semanas de la banca no sólo de
inversión sino también comercial, la economía norteamericana
ingresara en caída libre, y con ella el conjunto de la economía
global. Durante el año que siguió a Lehman, la producción
industrial mundial acumulaba una caída del 13%, y el comercio global
alcanzó una caída aún mayor, del 20% (ver el artículo de Barry Eichengreen y Kevin O' Rourke,"Una historia de dos depresiones: ¿Qué nos dicen los nuevos datos?").
La amenaza de colapso
financiero global y el fantasma de depresión económica, hicieron
sonar las alarmas gubernamentales y dispararon respuestas estatales
en una escala nunca vista. Los EEUU, la UE, y numerosos Estados de
todo el mundo sumaron billones de dólares de dinero inyectado a
través de estímulos fiscales, planes de empleo, salvatajes a
empresas. Pero sobre todo, se inyectaron billones de dólares en el
sistema financiero. A las herramientas habituales para enfrentar los
pánicos en situaciones críticas de los sistemas financieros -que
básicamente se reducen a una masiva socialización de quebrantos
privados realizada bajo el chantaje de los efectos que podría tener
el colapso de los bancos “demasiado grandes para caer”, por lo
que estos resultan premiados luego de que fracasan las apuestas
irresponsables y las ganancias de las mismas están ya bien
repartidas- se les sumaron otras novedosas, como las relajaciones
cuantitativas (QE, por sus siglas en inglés), que algunos llamaron
“opción nuclear”.
Ante este giro
copernicano, en el que aún los mayores exponentes de las políticas
neoliberales se transformaron en fervientes impulsores del
estatalismo para evitar el colapso del sistema, muchos se ilusionaron
con la perspectiva de consolidación de un “momento keynesiano”
que podría sacar al sistema del abismo y restablecer una senda de
crecimiento más “armónico”, menos basado en hondas
desigualdades. Pero estas ilusiones se estrellaron rápidamente
contra estrechos límites. En primer lugar, el estatalismo fue
tributario de preservar, ante todo, la situación de los principales
beneficiarios del boom especulativo. Salvo en los casos que fue
estrictamente necesario nacionalizarlos, los bancos se mantuvieron en
manos privadas; el dinero de los salvatajes permitió incluso
repartir generosos bonos entre los gerentes en 2009. En segundo
lugar, aunque este activismo permitió estabilizar la economía
mundial, permitiendo que incluso la economía norteamericana y
algunas economías europeas comprometidas por la crisis mostraran
“brotes verdes” de módico crecimiento desde mediados de 2009
(llegando los EEUU a un crecimiento de 3% en 2010) y creando las
condiciones para un crecimiento a dos ritmos de la economía global
(con los BRICS y otros llamados emergentes creciento a tasas elevadas
luego de acusar los impactos del hundimiento global de 2008), esto no
se parece en nada a un relanzamiento sostenido. Algunos datos
resultan ilustrativos. En los EEUU, con la recesión desaparecieron 8
millones de empleos y sólo se recuperaron 6 millones con la
reactivación. Pero lo más elocuente es la desproporción entre
ganacias e inversión. Como señalaba Financial Times hace el
24 de Julio, mientras las ganancias (antes de la deducción de
impuestos) están en un nivel récord de más del 12% del PBI, la
inversión apenas alcanza el 4% del PBI (“Corporate
investment: A mysterious divergence”). Una de las
principales razones de este bajo nivel de inversión es que la
expectativa es que el crecimiento siga siendo anémico; la baja
inversión no hace más que realimentar esta anemia.
En tercer lugar -pero no
por ello menos importante- las patas cortas del momento keynesiano se
mostraron con todo en Europa. Allí, como señalara Paula Bach, los
elementos estabilizadores devinieron más dramática y rápidamente
que en cualquier otro lugar en eslabones débiles: si como respuesta
a las amenazas de 2008 los Estados se endeudaron para impulsar
medidas de estímulo e inyectar dinero en el sistema financiero, la
consecuencia fue que varios de ellos alcanzaron niveles de deuda que
los dejaron expuestos a la presión de los mercados financieros que
empezaron a poner en duda su solvencia, haciendo caer el precio de
los bonos (es decir elevando la tasa de interés a la cual le
prestaban a los Estados reputados de menos “confiables”); la
prima de riesgo, o “riesgo país”, karma con el que convivió la
Argentina durante la crisis de 2008, estimatizó entonces a los PIGS
(acrónimo conformado por Portugal, Irlanda, Grecia, España, por sus
siglas en inglés, a los que se fueron sumando otros países como
Italia). Esta crisis puso en evidencia las líneas de falla de la
Unión Europea, y generó sucesivos picos de tensión entre los
países de la región, y con los EEUU, ante la continuada presión de
Alemania para imponer la disciplina fiscal y evitar salvatajes de los
países asesiados por los ataques especulativos sobre su deuda, aún
al precio de hundir a buena parte de los páises de la Eurozona en
depresión y de poner en riesgo la estabilidad financiera global. Las
respuestas de resistencia a los ataques por parte de los trabajadores
europeos, y la presión sobre la UE ante el riesgo en el que se
estaba poniendo el sistema a nivel global, llevaron a que finalmente
finalmente a Alemania a aceptar algunas medidas de alivio a través
de la inyección monetaria. Como señala Paula Bach en “La
discordancia de los tiempos de la crisis capitalista mundial”
(Ideas de izquierda nº 3), la política alemana hoy es una
combinación de inyecciones monetarias (los denominados “rescates”)
y planes de austeridad avalados por la Troika (es decir la Comisión
Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario internacional).
A cinco años de Lehman,
afrontamos una situación económica mundial estabilizaba en
situación de crecimiento débil, pero el mejor panorama para los
próximos años es continuar con una situación anémica, que algunos
han llamado de crisis “rastrera”. Y las “ondas expansivas”
del cataclismo de 2008 siguen generando nuevos sucesos, porque
abrieron una falla estructural en la economía mundial. Las
relaciones entre las principales economías del planeta antes de la
crisis se encuentran cuestionadas, y no es posible volver a ellas.
Los EEUU no puede ser el gran comprador del mundo, el comprador “en
última instancia” apoyada en un consumo sostenido basado en
efectos riqueza de la valorización bursátil e inmobiliaria. Aunque
muestra una recuperación relativa, no puede ocupar el lugar que
tenía antes de la crisis. La UE se ve atenazada entre la presión
disciplinaria de Alemania y las amenazas de disgregación. Y China
viene desde hace años anunciando un giro hacia apoyarse de forma
creciente en su mercado interno, pero mostrando avances muy magros,
mientras se suman los los síntomas de distintas amenazas (problemas
crediticios en municipios y provincias, exceso de inversiones poco
productivas) que podrían empujar a un crecimiento mucho más bajo
que el actual, exacerbando las tensiones sociales. Los impactos de
estas fallas no dejan afuera ningún lugar del planeta. Lo mostró la
primavera árabe, ya que el corrosivo que carcomió definitivamente
los cimientos de las dictaduras de Medio Oriente fueron los
desbarajustes ocasionados por la crisis, que se trabujo en inflación
galopante y crisis fiscales. Lo muestran hoy los síntomas de
agotamiento del crecimiento que se ven en varias de las economías
que más crecieron en los últimos años, sumadas a los trastornos
que generó la retracción de algunos de los fondos que ingresaron a
las economías en desarrollo gracias a las medidas de estímulo
monetario tomadas en los países más ricos (con India, Indonesia,
Turquía, entre los más golpeados).
Aunque la situación se
muestra hoy contenida, las “fallas estructurales” amenazan
acrecentar las tensiones entre las principales potencias (y los
aspirantes a serlo), ya que exigen una reestructuración
significativa de las relaciones globales para restablecer condiciones
de crecimiento, en la cual difícilmente puedan ganar todos. Ante los
riesgos que todos corren en en escenario semajante, la mejor apuesta
sigue siendo ganar tiempo, apostando a sostener las medidas que
permiten el actual crecimiento anémico, aún a pesar de que incluso
las más poderosas de estas (como los QE) empiezan a mostrar límites
por los efectos “secundarios” que ocasionan (como seguir
sosteniendo el apalancamiento y la especulación). La pregunta es si
nuevos focos de inestabilidad financiera, o las respuestas de las
masas trabajadoras afectadas por los efectos sociales de la crisis,
cuya peor cara se ve en Europa, pero que se suman también a
determinados aspectos de crisis políticas específicas para seguir
disparando movilizaciones de masas incluso entre los que no sufrieron
los peores impactos de la crisis (Turquía, Brasil), permitirán
seguir ganando tiempo o mutarán en cuestionamientos más activos,
presionando a los Estados para poner en cuestión este impasse del
que por el momento nadie quiere moverse demasiado. Eso está por
verse, lo que es claro es que, lejos de los optimismos generalizados
respecto de las respuestas coordinadas entre los Estados para
responder a la crisis, estas fallas ponen sobre el tapete puntos que
no pueden resolverse mediante una respuesta coordinada. EEUU, la
potencia que en otras crisis anteriores pudo imponer una
coordinación, arbitrando costos y beneficios (inclinándolos a su
favor), hoy muestra una cierta recuperación pero ha perdido su
capacidad como árbitro global, como lo puso en evidencia por estos
días su fracaso en impulsar un ataque a Siria, y la forzada
aceptación del plan de Rusia. La complejidad de la gestión
geopolítica de la crisis encuentra a los principales jugadores
globales con intereses difícilmente armonizables, y a ninguno con
capacidad para ordenarlos encauzando los potenciales conflictos. Por
eso, resulta sumamente optimisa opinar que la crisis actual, una
crisis de magnitud histórica para el sistema mundial capitalista,
podrá metabolizarse sin un salto en los conflictos, entre las clases
y entre los Estados.
En Ideas
de Izquierda nº
3 de septiembre, dedicamos el dossier a la crisis mundial, que va
por su sexto año pero de la que se cumplen ahora cinco del suceso de
que actuó como catalizador definitivo de sus efectos más
devastadores. Paula Bach escribe el ya mencionado artículo “La
discordancia de los tiempos de la crisis capitalista mundial”.
Anwar Shaikh nos brinda en una entrevista una mirada sobre las raíces
de la crisis, y el panorama de crecimiento débil de la
economía global que constituye el mejor escenario para los próximos años. Y Claudio Katz contribuye con una columna donde
analiza la fortaleza de las explicación que se han dado desde el
marxismo a la crisis, frente a aquellas que produjo la ortodoxia
neoclásica o la heterodoxia conservadora.